Cómo podía intuir, que apenas unas horas después de
llegar, yo misma pernoctaría tal cual indigente, sin dinero, sin un techo, sin
nada como alimento.
Lo que más me impresionó en mi primer paseo por Madrid,
fueron tantas calles como único cobijo de gentes durmiendo bajo las estrellas
apagadas por el resplandor de las farolas, al desamparo de un viento frio y
seco, ciertamente ingrato.
Siempre me intrigó cómo llega una persona a habitar
en la calle, cobijado entre cartones y comiendo de lo que encuentra en las
sobras de algún restaurante.
Ahora se, que la vida nos sorprende… Y no hay mejor ejemplo
que la experiencia vivida por uno mismo, para conocer una realidad que otrora nos
parecía ajena.
Y hoy entiendo que esa misma vida puede atraparte en
una encrucijada de la que parezca imposible salir. Sin embargo siento que
siempre hay una salida.
Llegué a la gran ciudad a las cinco de la mañana y de
camino hacia el hotel que me acogería las siguientes veinticuatro horas,
recorrí las calles de la capital cautivada por los grandes edificios, el
movimiento del tráfico pese a las horas que corrían y la intensa iluminación
que permitía admirar la belleza de los monumentos.
Serían dos días intensivos de visitas, nuevos
conocimientos y gente fascinante. Aprendería a vencer mis miedos y a
enfrentarme a mis secretos en dos jornadas de formación apasionantes. Momentos
de transformación interior, que finalmente me sostuvieron en aquella segunda noche
que nunca estuvo prevista.
Esa segunda noche, en la que cualquier indigente de
los que anteayer me impresionaron, era más libre que yo, pues en ese momento
presente, no tenían de qué preocuparse, solo cubrirse con su cartón. A las dos
de la mañana, de una fría noche madrileña, él no tenía nada que perder, nada
que vigilar, allí a mi lado, dormía más a gusto que yo, que ataviada con mi
abrigo de ante y mis zapatos de tacón, velaba por un portátil y una cámara que colgados
del hombro, alteraban mi sueño. Sin embargo, no tuve miedo.
Serena por dentro, rendida al momento y con la fe
como único recurso, me preguntaba ¿cómo podía ser? El dinero en la maleta, la
maleta en la consigna y la consigna ya cerrada hasta ocho horas después. Ocho
largas horas sin cobijo, sin cartones y sin nada para comer. Un solo billete de
metro. Si iba donde fuera, no podría volver.
Afortunada donde las haya y arropada por la buena suerte
disfrazada de gente amable en época de carnaval, viví una noche como pocas, al
cobijo de la sala de urgencias del hospital de “La Paz”, donde nadie me
preguntó nunca por qué estaba allí. Solo yo hice esa reflexión… Mientras, él
dormía, a mi lado, mucho más libre que yo.
Nerabel
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