Es una mañana de verano. Despierto. Pero no es un
despertar cualquiera. La agradable sinfonía del canto de los pajarillos lo
convierte en un "dulce despertar".
Desayuno y salgo al mirador a echar la primera
mirada del día al valle. Los sotos del río, las tierras de labranza y los
montes se van iluminando según se eleva el sol.
Parece que el día va a ser caluroso, por lo que
decido dar un paseo por las arboledas del río. Una vez aquí, las sombras de los
álamos y el frescor del agua me hacen olvidar las altas temperaturas. Solo
escucho el agradable sonido de las hojas de los árboles al moverlas el viento,
el canto de los pájaros y el rumor del agua del río. Me tumbo en el césped de
la orilla, y la sensación de paz y tranquilidad me invade, hasta el punto de
quedarme dormido.
Al rato, un sonido de cascabeles y un sinfín de
balidos me despiertan. Un rebaño de ovejas se acerca por la otra orilla para saciar
su sed.
Me pongo en pie y sigo mi tranquilo paseo. Se ha
hecho mañana avanzada, el sol aprieta y es hora de recogerse en casa para
comer. Después subo al torreón que hay en la cima de la montaña de detrás de la
casa, me siento a la sombra y me sumerjo en la lectura, no sin levantar la
vista de vez en cuando para contemplar las impresionantes vistas que desde allí
tengo.
A media tarde, cuando el sol ya no calienta tanto,
me dirijo a dar un paseo por el monte. Me introduzco en los encinares, donde
todo es belleza y silencio. En medio de esta tranquilidad me sobresalto al
cruzarse delante mío una corza con su cría. Me encaramo a unos riscos, desde
donde veo sin ser visto, y en las esparcetas del vallejo colindante veo un
grupo numeroso de corzos, a los que observo un buen rato con mis prismáticos.
Desde allí arriba también puedo ver la puesta de
sol: las nubes altas se van tiñendo de colores anaranjados y marrones, formando
un maravilloso espectáculo de luz.
Bajo rápidamente de regreso al pueblo mientras
anochece, y me encuentro con que tengo chuletada familiar en la bodega. Bajo a
la cueva excavada en la roca de la ladera del castillo, y echo un trago de vino
de la gran barrica, lleno el porrón y subo, que ya huele a carne recién asada.
Termino el día contemplando el precioso cielo,
limpio de contaminación luminosa, cargadísimo de estrellas, mientras pasan por
encima de mi cabeza las lechuzas que tienen su guarida en las rocas de detrás
de la casa, y en el suelo las luciérnagas exhiben altivas sus faros de color
verdoso.
Me acuesto satisfecho. El día ha sido maravilloso.
El silencio es impresionante. Enseguida me duermo...
El
rural
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