Fue amor a primera vista. Lo conocí una
mañana lluviosa en la que había salido a correr muy temprano, antes de ir a
trabajar. Me estuvo siguiendo durante un trecho, pero en ningún momento me
sentí amenazada por su presencia. Al cabo de un rato, lo perdí de vista y no
volvió a aparecer durante el camino de vuelta.
A la mañana siguiente, estaba sentado en
el parque cuando crucé durante mi carrera matutina. Al igual que había sucedido
el día anterior, se colocó detrás de mí, siguiendo mi trote por el camino de
arena.
Día tras día, la situación se repetía. Lo
encontraba todas las mañanas esperándome en el mismo sitio y a la misma hora,
con la certeza del que sabe qué es lo que va a suceder a continuación. Y día
tras día me seguía durante parte del camino, cada vez un poquito más, hasta
aquella mañana en la que hizo todo el recorrido conmigo hasta llegar de nuevo a
la puerta de mi casa.
Ese día lo invité a subir. Sus ojos negros
expresaron una inmensa gratitud y, manifestando su alegría, pasamos juntos a mi
diminuto apartamento de un solo dormitorio.
Aquella mañana había estado lloviendo
mucho, y entramos juntos en la ducha para calentarnos.
Sequé su cuerpo con una de mis toallas de
rizo y, mientras yo preparaba un café, él se sentó a esperarme en el sofá del
salón.
Como tenía que salir a trabajar, le hice
un gesto para que saliera conmigo, pero su mirada de desesperación me indicó
que no tenía ningún sitio al que acudir, así que le dejé quedarse en mi casa.
Cuando regresé salió a recibirme con gran
alegría. En ese instante lo supe. Supe que no le dejaría salir de mi vida nunca
más. Me había enamorado perdidamente y no quería que se fuera de mi lado.
Acaricié su cabeza y se lo dije.
—Está bien. Puedes quedarte.
Le llamé Sombra, en honor a sus ojos oscuros. Desde ese día, vive conmigo y
me acompaña a todas partes.
Mi madre sigue sin creer que haya adoptado
a un perro…
Violeta Lago
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