El obseso sexual aguarda su turno en la larga cola
del agua, de pagar el agua. Pese a que ha madrugado mucho para acabar cuanto
antes esta diligencia, ahí tenemos al obseso sexual, haciendo cola en una
oficina azul y blanca, con cara de fastidio, sin desayunar, quince pagadores de
agua por delante de él y un cajero lentísimo y con gafas. El obseso sexual
tiene los recibos del agua domiciliados por la caja de ahorros, pero este mes
ha habido un problema incomprensible y el obseso sexual se ha visto obligado a
pagar el recibo directamente en la oficina azul y blanca. El obseso sexual está
prejubilado, tiene cuarenta y ocho años y tuvo que prejubilarse hace dos —la
salud, ay—, está casado, sin hijos, el obseso sexual no tiene hijos. Tres
cuartos de hora después, el obseso sexual por fin paga su recibo. Sin
problemas. El problema era de la caja de ahorros, que no está a lo que está.
Sale de la oficina del agua, de la oficina de la compañía del agua en la que se
pagan los recibos, y se mete en la primera cafetería que encuentra, hambriento,
ansioso de café, no ha desayunado, ya se ha dicho. Una vez desayunado, el
obseso sexual se da un paseo por el parque, un parque que tiene nombre de mujer
antigua, un paseo de media hora, paseando, pasea, el obseso sexual pasea. Ya se
solucionó lo del agua, menos mal, qué alivio, sólo hubiera faltado que le
cortaran el agua por una tontería. A la hora de comer, el obseso sexual llega a
casa y celebra con alborozo las migas que su mujer ha cocinado. ¡Hombre, hombre,
migas, migas!, exclama y le da un sonoro beso en la mejilla a su mujer. ¡Migas,
migas!, corrobora ella y le devuelve el beso. El obseso sexual y su mujer se
comen las migas mientras charlan de lo del recibo del agua, que ya está
arreglado, menos mal, y consideran la posibilidad de cambiar de caja de
ahorros. Su mujer, la mujer del obseso sexual, se llama Pili.
Jesús
Tíscar Jandra
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