Cuando ella le llamó, no le pareció buena idea ir.
Realmente no sabía lo que se iba a encontrar. Se encontraba reposado, calmado,
y la voz de ella le pareció un incordio. Aquel timbre un poco chillón, la
autoridad con la que le había convocado. Ni siquiera había contado con su
opinión. Simplemente le ordenó que fuera, y él no pudo resistirse, a pesar de
que de buena gana se habría quedado donde estaba.
Todos estaban ya allí: sus padres, su hermano. Y la
mujer que requirió su presencia. Inexplicablemente, la iluminación se reducía a
unas velas sobre la mesa. La atmósfera estaba cargada de energía negativa.
Lejos de parecer felices por el reencuentro, todos estaban desolados. Todos
menos ella. No la recordaba, ni siquiera podía afirmar que la conociera. Simplemente
se hallaba allí, musitando unas palabras en voz baja. Su madre se echó a llorar
desconsolada y su padre la abrazó, también al borde del llanto.
—¡Basta! —gritó él, dando tal puñetazo sobre la mesa
que hizo que las velas salieran volando— ¡Es suficiente!
Todos se sobresaltaron sobremanera. La tensión se
diluyó como por arte de magia. De repente nadie le hizo caso. Se despidieron
brevemente, como con prisa por salir de allí. Antes de abandonar la estancia,
su madre susurró al oído de su padre:
—Ha sido una buena idea contratar una médium. Ya no
me siento tan mal.
Vidal
Fernández Solano
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