En 1632 nace Robinson Crusoe, menor de tres
hermanos. El joven estudió en el colegio de York y desde infante, se destacó
por su astucia, diligencia y sus sueños de aventurero. Hasta que resueltamente,
bosquejó una senda como marinero.
Las odiseas y zozobras en ultramar, cierta jornada
infranqueable de yerros sempiternos, precipitaron su humanidad a la catástrofe
y el naufragio. Así, fue preso de una desolada isla, de selvas laberínticas,
artilugios y salvajes. Un navegante forzado a vivir veintiocho años en una
patria tropical en las Costas de América, convicto ineludible de las
bifurcaciones indignas del porvenir.
Al leer el relato, condenamos al hombre repetir su
irremediable destino. Una suerte cíclica y perversa, de tiempo después de
tiempos, de paradojas que frecuentan lo irremediable, a través de los dobleces
de páginas de aquel turbio manuscrito. Un naufragio eterno, que regresa una y
otra vez al pobre errante, ¡oh, desdichado mártir del océano!
Jonás
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