Esta mañana dejé mi honestidad en un pasillo del supermercado. Como
todos los sábados resuelvo la compra semanal a las corridas. Que los yogures,
el queso, los jugos en caja. Lleno el carro a los trompicones sin esmeradas
lecturas a las etiquetas. Pero mi aspecto maternal (anchas caderas, apurado
moño, ropa deslavada) llevó al hombre a tocarme el brazo. Señora, me dijo con
esa voz
suave del que pide disculpas, ¿Usted sabe que talla sería para ella? Detrás de
su dedo índice la barriga imponente de
una niña de unos ocho años llenó el espacio. Lamenté los kilos de pan y papas
fritas. Miré el estante, unos simpáticos display con forma de corazón contenían
tres calzones de colorido diseño. No le entra ninguno, pensé. Pero mi boca me
traicionó. Esa le queda, dije señalando la talla más grande. La niña me
agradeció con una sonrisa triunfal, mientras sus dedos regordetes ya hurgaban
en la estantería. Empujé mi carro y me compadecí de su cara de decepción cuando
abriera el display en su casa. Estaré lejos, me dije con cobardía. Y después me
pregunté ¿quien soy yo para aplastarle la ilusión a una niña de ocho años? Me
respondí al toque: Seré un buen chivo expiatorio, e imaginé a la gorda
mordiendo ansiosa un trozo de pan, y diciendo con la boca llena: "Por
culpa de la vieja del supermercado los calzones me quedaron chicos".
Maritza Ramírez Suárez
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