Ellos, mis padres, tuvieron sus
momentos. Sé que él la conquistó con poesías escritas a máquina. Ya entrados
sus treinta años mi padre se enamoró. Por primera vez. Y única tal vez. Ya
había tenido un hijo antes y muchas mujeres a su haber. También viajes y cuanta
aventura podía albergar un tipo solitario que vivió solo desde sus dieciséis
años. Sé también que mi madre ganó una apuesta a su mejor amiga de aquel
entonces. ¡Qué saben de seriedad! Y dado eso, atinó con el amor de su vida. Creo. Ella tenía diecisiete, él más
de treinta. Ella vivía con su familia de la cual quería escapar. Él vivía solo
y también quería escapar. De él mismo quería escapar.
Asumo que fue su primer hombre. Asumo.
Creo. Y luego de sentirse enamorada decidió escapar con él al norte del país.
Lejos de su padre, sus hermanas, sus hermanos y su madre. Aun siendo menor de
edad –para esta época y para aquella (hoy 18, antes 21 años)- escapó en bus
interprovincial a la ciudad limítrofe de Arica. Donde el padre de mi padre, mi
abuelo Manuel Jesús, un hilarante y bailarín buscavidas urbano, tenía un local
de hierbas y artículos esotéricos. Rubro que, finalmente, se convirtió en el
oficio de mi papá y en el sustento de toda mi carrera educativa.
Una vez en la nueva ciudad, mi padre consolaba
la soledad de mi madre con helados de crema y chupetes de caramelo. Nadie es
feliz de una con un paso del campo frondoso al desierto más seco. Pero ellos se
amaban y querían una pieza pequeña para tirar[1].
Entonces quedaron de allegados en casa de la otra familia de mi abuelo Manuel
(Don Manuel) y mi padre se hizo cargo del negocio. Así él tuvo mujer, techo y
trabajo.
Con el tiempo arrendaron un par de
piezas y un baño de madera en un patio dentro de una propiedad más grande cuyo
dueño era un tal Sr. Pérez. Vecino Pérez, para ellos y los amigos. Aquel hombre
era un pescador retirado que levantaba murallas en construcciones. No tomaba
alcohol y hablaba muy poco. Gustaba de los perros y los gatos. Y tenía un lindo
jardín bien cuidado. Que con el tiempo sería mi primer cuartel. En ese lugar
fui engendrado. Con placer y amor desenfrenados.
Mi madre me contó una vez que a los
ochos meses de edad tuve la ocurrencia de esbozar un ruido parecido a “mamá”.
Por lo menos ella así lo escuchó. Así quiso escucharlo. Y entonces explotó de
alegría con un grito y un salto de emoción. Y salió corriendo en busca de mi
padre para contarle lo ocurrido. Acto seguido ellos llegaron a mi lado para oír
el vocablo por segunda vez. Pero con los gritos y saltos de mi madre yo quedé
choqueado. Y, según ellos, no hablé nunca más en un año. Y tuvieron que esperar
para enseñarme hablar.
Solórzano
Héctor
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