A los ocho años, en medio de una fiesta, me acerqué a la mesa donde
estaba sentado papá. En voz baja y con palabras propias de mi edad, le pregunté
al oído cómo hacía un avión para fijar su trayectoria sin que el movimiento de la Tierra lo afectara. Papá se
rió. Se lo contó a mamá y a unos cuantos amigos que estaban ahí con ellos. Todos
se rieron a carcajadas como si yo no estuviera presente. Mirá lo que se te
ocurre, dijeron a coro, y siguieron bebiendo y hablando de sus cosas como si nada.
Lejos de intentar responderme cada tanto
alguien sacaba a relucir mi pregunta y de nuevo estallaban las risotadas en el
rincón más concurrido del living.
Esa noche terminé
encerrado en mi pieza, de cara a la pared, haciendo casitas con un mazo de
cartas. Tardé diez años en dar con la ley de inercia, sus fundamentos y
aplicaciones, y unos quince años más en tener una charla franca con mis padres.
Otra cena me sirvió de pretexto. Esa vez di algún que otro indicio certero del
giro que había tomado mi vida. Papá no aprobó ni refutó nada. Mamá, que lavaba
los platos, llorisqueaba inmersa en un ataque de hipo. Simulé un malestar que
no sentía y volví a la carga con todo: No es algo que hubiera podido decidir,
dije, y lancé la pregunta como una trompada: ¿Cómo hicieron para aguantar tanto
tiempo? Somos animales de costumbres, contestó papá, cayendo en el pozo de los
lugares comunes.
Aproveché el hueco de
silencio para ponerme de pie. Tomé un último trago de whisky y me fui sin
saludar ni agregar nada. Ya en la calle, prendí un cigarrillo y miré al cielo. Noté
que la luna se había movido bastante, estaba bien arriba, casi en línea recta
sobre mí. Me entretuvo el parpadeo quieto de las estrellas, el titilar
brillante y móvil de un avión en plena noche. Tal vez los astros encierren
alguna verdad, pensé, y dejé que las calles me condujeran insomne donde las
buenas costumbres no tenían cabida.
Loetmol
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