miércoles, 27 de agosto de 2014

Inercia

A los ocho años, en medio de una fiesta, me acerqué a la mesa donde estaba sentado papá. En voz baja y con palabras propias de mi edad, le pregunté al oído cómo hacía un avión para fijar su trayectoria sin que el movimiento de la Tierra lo afectara. Papá se rió. Se lo contó a mamá y a unos cuantos amigos que estaban ahí con ellos. Todos se rieron a carcajadas como si yo no estuviera presente. Mirá lo que se te ocurre, dijeron a coro, y siguieron bebiendo y hablando de sus cosas como si nada. Lejos de intentar  responderme cada tanto alguien sacaba a relucir mi pregunta y de nuevo estallaban las risotadas en el rincón más concurrido del living.
          Esa noche terminé encerrado en mi pieza, de cara a la pared, haciendo casitas con un mazo de cartas. Tardé diez años en dar con la ley de inercia, sus fundamentos y aplicaciones, y unos quince años más en tener una charla franca con mis padres. Otra cena me sirvió de pretexto. Esa vez di algún que otro indicio certero del giro que había tomado mi vida. Papá no aprobó ni refutó nada. Mamá, que lavaba los platos, llorisqueaba inmersa en un ataque de hipo. Simulé un malestar que no sentía y volví a la carga con todo: No es algo que hubiera podido decidir, dije, y lancé la pregunta como una trompada: ¿Cómo hicieron para aguantar tanto tiempo? Somos animales de costumbres, contestó papá, cayendo en el pozo de los lugares comunes.
          Aproveché el hueco de silencio para ponerme de pie. Tomé un último trago de whisky y me fui sin saludar ni agregar nada. Ya en la calle, prendí un cigarrillo y miré al cielo. Noté que la luna se había movido bastante, estaba bien arriba, casi en línea recta sobre mí. Me entretuvo el parpadeo quieto de las estrellas, el titilar brillante y móvil de un avión en plena noche. Tal vez los astros encierren alguna verdad, pensé, y dejé que las calles me condujeran insomne donde las buenas costumbres no tenían cabida.


Loetmol

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