La tristeza le desolaba, pero aún así, no
consiguió llorar. No comprendía por qué se podía hacer daño a algo tan hermoso.
Buscó ayuda entre sus iguales para evitar
la tremenda tragedia que poco a poco iba adquiriendo proporciones descomunales.
De nada sirvió, todas decían lo mismo; No podemos hacer nada.
Mientras tanto, miraba impotente desde su
atalaya como el bosque se consumía preso de las llamas.
Observó cómo los animales huían
despavoridos sin rumbo fijo, solamente con la única idea de escapar de aquel
infierno.
Se enojó con el sol. Le suplicó que se
marchara, pero éste no le hizo caso. Intentó forzar su llanto, más no consiguió
derramar ni una sola lágrima.
Abatida, asistió al espectáculo del cual
nunca hubiera querido ser asistente.
De repente, un rayo de esperanza se acerca
sobre el lugar. Escuchó ruido de sirenas. Vio a gente organizándose para la
batalla y eso la alegró. Más tarde comprobó llena de rabia que en este tipo de
guerras, aunque se controle, aunque se extinga, siempre hay un solo vencedor:
EL FUEGO.
Pasaron varios días. Aquello que antes era
verde y arbolado, ahora era negro y desértico. Donde había vida y cantos de
jilgueros, solo quedaba soledad y silencio.
Ella y sus compañeras miraban apenadas en
que se había convertido aquel paraje de ensueño. No pudieron controlar la
tristeza y todas comenzaron a llorar.
Sobre los restos de madera quemada y
cenizas…comenzó a llover.
Domingo Ceborro Fernández
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