miércoles, 2 de octubre de 2013

Estampa al óleo

La vi aparecer en la ventana del dormitorio.
Esa cara de cabellos negros  y labios desprolijamente pintados de rojo se grabó nítidamente en mi  vívida  memoria de adolescente. Me quedé turbada mirándola con una mezcla de fascinación y miedo. La larga cabellera caía  sobre los hombros y la boca se convulsionaba en pequeños movimientos a medida que emitía unas entrecortadas palabras.  Se…se…señorita  me parecía escucharle decir  cuando me apuntaba con su índice huesudo . Me recordaba  aquella  otra mano que empuñaba la manzana en el cuento de Blancanieves,  de niña me gustaba mirarlo y me   asombraba  con la imagen de la vieja hechicera  que seducía a la joven  ofreciéndole la manzana reluciente.   La figura sombría del otro lado del vidrio parecía ese personaje siniestro  cuyo poder era tal que habiendo burlado los límites de la ficción literaria, se había paseado por las calles del barrio y atraído quizás por la curiosidad se había detenido frente a mi casa.
Fantaseando con los posibles orígenes del personaje, se me ocurrió pensar que también podría haberse escapado de un cuadro sin autorización del pintor y añorando volver a él se hubiera acercado a la ventana para sentir nuevamente los contornos del marco en su semblante.
Quizás  los contornos del marco fueran necesarios para contener  la locura expresada en su rostro y la paleta del pintor indispensable para darle reconocimiento.
El rojo y el negro estaban en una combinación perfecta: negro el pelo, los ojos, rojo los labios las uñas, el cuello del  vestido.  Su locura se esbozaba en la luminosidad extraviada de los ojos, y en los brochazos que el pintor había dado en su boca.
Señorita, señorita… continuaba gritándome  con más insistencia, y al ver que su llamado no era respondido, descargó su furia contra los  cristales que cayeron en una llovizna de fragmentados sonidos confundidos  con sus quejidos.
Se estaba  observando las manos, de sus dedos brotaban pequeñas gotas  de sangre provenientes de los cortes y su mirada alucinada no comprendía el por qué .
 El pintor estaba terminando su cuadro con sutiles toques de pintura roja sobre la blancura de las manos, a lo lejos se oía la sirena de un patrullero.
No opuso resistencia al subir al coche policial, sus manos cubiertas por una sábana  blanca le anticipaban su próximo destino: tendría que dejar el cuadro, allí su alienación estaba a la vista de todos, mejor  era volver al hospital y no vagar por las calles escandalizando a los cuerdos transeúntes.


Lavanda

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