La vi aparecer en la ventana del
dormitorio.
Esa cara de cabellos negros y labios desprolijamente pintados de rojo se
grabó nítidamente en mi vívida memoria de adolescente. Me quedé turbada
mirándola con una mezcla de fascinación y miedo. La larga cabellera caía sobre los hombros y la boca se convulsionaba
en pequeños movimientos a medida que emitía unas entrecortadas palabras. Se…se…señorita me parecía escucharle decir cuando me apuntaba con su índice huesudo . Me
recordaba aquella otra mano que empuñaba la manzana en el cuento
de Blancanieves, de niña me gustaba
mirarlo y me asombraba con la imagen de la vieja hechicera que seducía a la joven ofreciéndole la manzana reluciente. La figura sombría del otro lado del vidrio parecía
ese personaje siniestro cuyo poder era
tal que habiendo burlado los límites de la ficción literaria, se había paseado
por las calles del barrio y atraído quizás por la curiosidad se había detenido
frente a mi casa.
Fantaseando con los posibles orígenes
del personaje, se me ocurrió pensar que también podría haberse escapado de un
cuadro sin autorización del pintor y añorando volver a él se hubiera acercado a
la ventana para sentir nuevamente los contornos del marco en su semblante.
Quizás
los contornos del marco fueran necesarios para contener la locura expresada en su rostro y la paleta
del pintor indispensable para darle reconocimiento.
El rojo y el negro estaban en una
combinación perfecta: negro el pelo, los ojos, rojo los labios las uñas, el cuello
del vestido. Su locura se esbozaba en la luminosidad
extraviada de los ojos, y en los brochazos que el pintor había dado en su boca.
Señorita,
señorita…
continuaba gritándome con más
insistencia, y al ver que su llamado no era respondido, descargó su furia
contra los cristales que cayeron en una
llovizna de fragmentados sonidos confundidos
con sus quejidos.
Se estaba observando las manos, de sus dedos brotaban
pequeñas gotas de sangre provenientes de
los cortes y su mirada alucinada no comprendía el por qué .
El pintor estaba terminando su cuadro con
sutiles toques de pintura roja sobre la blancura de las manos, a lo lejos se
oía la sirena de un patrullero.
No opuso resistencia al subir al coche
policial, sus manos cubiertas por una sábana
blanca le anticipaban su próximo destino: tendría que dejar el cuadro,
allí su alienación estaba a la vista de todos, mejor era volver al hospital y no vagar por las
calles escandalizando a los cuerdos transeúntes.
Lavanda
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