Sobre el papel se desliza una pluma. Ris, ras. El
reloj de carillón pone el ritmo y la cadencia. La medida del tiempo corre
veloz, lo sé y lo siento, mi pluma se mueve. ¿O es la hoja? Dentro de unos
minutos será un rato, dentro de unos cuartos será un momento. La tinta mancha
el espacio vacío a golpes de tic, tac. Sigo garabateando para matar al
irreducible tiempo: con líneas inclinadas, con los dedos erguidos de palabras y
la cabeza oscura por defecto, esperando unos párrafos rectos que digan alguna
cosa.
Oscurece.
La luz de la lámpara oscila sobre la mesa de madera.
La sombra de la pluma se alarga, crece, se esconde en la penumbra, camina hasta
que muere ahogada por la luminosidad del día.
No desisto.
Los estrechos segundos rechinan en los tubos de
campanillas. Ding, Dong. Las sombras de las palabras esbozadas juegan con la
batuta de la pluma, las notas se arraciman en el pentagrama de las líneas. Los
sonidos recorren las telarañas que prenden de las esquinas de la hoja. Las
letras palidecen, se difuminan en el papel arrugado. Los párpados me duelen. La
extraña música suena desde el atril escondido en la eternidad. Cierro los ojos
y vuelvo al principio sin saber si siguen las ideas.
Medito.
Con un cigarrillo en los labios. Muevo las varillas
de las cortinas. La brisa desperdiga la ceniza. La pluma se atasca entre
escombros. Doblo la hoja, un pliegue, dos, ¡zis, zas! Y vuela en picado hasta
la papelera junto a más pensamientos esquivos.
Eugenio Barragán Fuentes
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