miércoles, 9 de julio de 2014

Basta de patear la pelota afuera

“Llueve torrencialmente,…como estamos fuera de temporada, el balneario será un desierto,…  incluso, la Griega puede no haber ido”, pensaba, sumergido en una espiral de ideas negativas. La única justificación para ese viaje ridículo que se le ocurrió  era que no tenía una alternativa mejor, lo que lo hundió aún más en el desaliento. Cuando la tormenta arreciaba, dificultando la visión, paró a un costado y trató de aclarar su mente. Estuvo a un tris de pegar la vuelta. Siguió, sin convicción alguna, sólo porque era un gran terco  y, también, porque le avergonzaba retornar después de haberse despedido.
En una curva, el cono de los focos iluminó hacia afuera de la ruta, mostrando alambrados y una manga para cargar animales. Se imaginó como un cordero en el andarivel. La visión, a pesar de sus infaustas connotaciones, le inspiró una explicación que mejoró su ánimo. Se había puesto en un camino sin retorno: él y la Griega tendrían que definir la ambigua relación que se estaba gestando entre ellos. “O vamos a la cama o seguimos como simples colegas y compañeros de trabajo”, se aclaró a sí mismo, en voz alta. Aislados, en ese pequeño villorrio vacío, no podrían hacerse los distraídos y mirar para otro lado, ni sumirse en una burbuja de hiperactividad social como habían hecho hasta ahora.   
La Griega había mencionado que iría a preparar su casa para el verano. No había dado seguridades y él, que no sabía qué quería, no las buscó. Como temía arrepentirse, ni siquiera le había anunciado su plan de visitarla.
Pero no tenía por qué esperar hasta llegar para saber. Conservaba el número de su celular de otra época. Lo usó por primera vez y… ¡ella atendió!,… ¡había ido!
 “Si te apuras, te espero en casa para cenar” le había expresado antes de cortar. Y había sonado casi como un pedido. Aparentemente, nadie la acompañaba: ni amigas que la distraigan ni tíos que la pretendan.
Ya era un poco tarde, como las once de la noche, pero estaba a unos pocos kilómetros de su meta. Lloviznaba intermitentemente. Pasó prolijamente el dial y encontró un programa de éxitos musicales añejos. Subió el volumen porque Sacha Distel cantaba “Allez donc vous faire bronzer”.
Basta de patear la pelota afuera. Ahora sí que quería llegar. Superponiéndose a Sacha y a su coro, gritó “sur la plage de Saint Tropez”, y apretó el acelerador.


Guillermo Ondarts

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