¡Maldito chucho! había vuelto a colarse en
mi jardín. Lo tenía ante mis ojos, hociqueando a lo largo y ancho de mi particular
edén. No se cómo, pero se las arregló otra vez para eludir la valla. Ese
inmundo ser de pelaje desdeñado, seguía incordiando, incansable y molesto como
una mosca “cojonera”, rompiendo la placidez de mi siesta con sus agudos y
estridentes ladridos. No conforme con despertarme, además estaba escarbando en
mis rosales recién plantados. Era la gota que colmaba el vaso, debía darle una
buena lección. Su dueña ya no podría dominarle, pero yo sí. Mi vecina era
desagradable y molesta, igual que su chucho. Y es que la teoría de que los
perros se parecen a sus dueños o viceversa, en este caso se cumplía a la
perfección. Esa simbiosis hombre – perro, animal – humano, persona – can, o
como diablos lo definan los estudiosos del tema, era cierto, tan real que
cuando la Sra. Smith
salía orgullosa portando sobre su brazo ese asqueroso chihuahua de ojos
saltones, me costaba trabajo diferenciar la cara de ambos. Es más, cuando esa
cotilla pasaba junto a mí, y comenzaba con un parloteo intrascendente, su
vocecilla repulsiva llegaba a mimetizarse con los ladridos de su mascota hasta
parecer un único sonido. Hacía caso omiso a las impertinencias y sandeces con
las que a diario me acosaba desde el otro lado de la valla, quizá por eso
comenzó a importunarme y trató hacerme la vida imposible. Mi animadversión, fue
creciendo de manera exponencial hacia ese ser de pálida piel y aspecto
“marujil”. Ella no paraba de hacer cosas para fastidiarme, incluso llegué a
sorprenderla arrancando unos tulipanes que con sumo cariño había plantado esa
misma mañana…, jamás olvidaré su expresión. Desde entonces no ha vuelto a
molestar, y la paz ha regresado a mi vida. Ella no, pero su perro sí, él sigue
estropeando mi verde rincón de bienestar. Salí sigilosamente hasta colocarme
detrás del perro, tan afanoso estaba escarbando entre las plantas que no se
percató de mi presencia. Con un rápido movimiento caí sobre él y por fin le pillé.
Comenzó a aullar lastimoso justo en el momento que alguien me llamó desde la
verja: era la policía. Traté de disimular y, tras una fingida caricia, solté al
chihuahua. “Pasen, pasen, estaba jugando con el perrito…., es tan cariñoso”. Me
preguntaron si había visto a mi vecina en los últimos días, sus familiares
denunciaron su desaparición. ¡Qué voy a saber yo de ella, vamos ni lo sé ni me
importa! Les convencí de que nada tenía que ver
el caso que investigaban, hasta que algo, les hizo cambiar de opinión:
el maldito chucho siguió escarbando y ahora olisqueaba una blanquecina mano que
emergía entre los rosales.
Gengis Kan
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