jueves, 10 de julio de 2014

Orbaya

Todo lo soleada que podía ser una mañana de enero allí al norte, es decir, no mucho. Pero el sol que se asomaba a la habitación aquella mañana no es el que conocía hasta aquel momento: deslumbraba, pero no cegaba. Daba calor sin ser agobiante. Iluminaba, incluso con la persiana bajada…
Había amanecido con muchos hombres, demasiados nombres compartían almohada con ella, tantos que ni los recordaba. La madrugada que hizo las maletas tras su pesadilla sabía que era difícil que se volviera a encontrar paseando por Madrid. No podía seguir en esa casa, las paredes que no la permitían soñar, la familia que no la dejaba volar, aquel hombre que no la sabía tratar.
Un cuerpo bien definido, unos músculos marcados, pero lo justo, las manos suaves, mucha labia y aquella dulzura.
La noche anterior orbayaba, palabra que había decidido utilizar sólo en aquel entorno, porque sólo aquellos habitantes la entendían y porque sólo aquellas verdes montañas eran dignas de escucharla.
Había salido por la mañana, despreocupada, dispuesta a pasar el día sobria y, no sabe muy bien cómo, ni cuando, había llegado a esa cantina, en la que solo había hombres escanciando sidra. Y en su boca el mismo sabor amargo que el de esa bebida. Intentaba levantarse, no estaba segura de donde estaba apoyada ni por qué nadie le ayudaba. De repente, estaba erguida, si hacer fuerza, alguien había hecho el trabajo por ella y cuando se giró…
Siempre había sido su debilidad, morenos de ojos verdes, de los que sólo parecen existir en películas y novelas rosa. Y allí estaba él, sonriendo e intentando decirla algo que ella no llegaba a comprender: “Parador Peñavera…” balbució. Y allí habían pasado la noche, con caricias y besos, cosas que nunca se atrevería a confesar. Un gran día el anterior, cerró los ojos para disfrutar el momento y respirar.
Los volvió a abrir, estiró la mano para rozar la piel de su salvador y allí estaba su sol… su soledad.


Maziuss

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