Todo lo soleada que podía ser una mañana de enero
allí al norte, es decir, no mucho. Pero el sol que se asomaba a la habitación
aquella mañana no es el que conocía hasta aquel momento: deslumbraba, pero no
cegaba. Daba calor sin ser agobiante. Iluminaba, incluso con la persiana
bajada…
Había amanecido con muchos hombres, demasiados
nombres compartían almohada con ella, tantos que ni los recordaba. La madrugada
que hizo las maletas tras su pesadilla sabía que era difícil que se volviera a
encontrar paseando por Madrid. No podía seguir en esa casa, las paredes que no
la permitían soñar, la familia que no la dejaba volar, aquel hombre que no la
sabía tratar.
Un cuerpo bien definido, unos músculos marcados,
pero lo justo, las manos suaves, mucha labia y aquella dulzura.
La noche anterior orbayaba, palabra que había
decidido utilizar sólo en aquel entorno, porque sólo aquellos habitantes la
entendían y porque sólo aquellas verdes montañas eran dignas de escucharla.
Había salido por la mañana, despreocupada, dispuesta
a pasar el día sobria y, no sabe muy bien cómo, ni cuando, había llegado a esa
cantina, en la que solo había hombres escanciando sidra. Y en su boca el mismo
sabor amargo que el de esa bebida. Intentaba levantarse, no estaba segura de
donde estaba apoyada ni por qué nadie le ayudaba. De repente, estaba erguida,
si hacer fuerza, alguien había hecho el trabajo por ella y cuando se giró…
Siempre había sido su debilidad, morenos de ojos
verdes, de los que sólo parecen existir en películas y novelas rosa. Y allí
estaba él, sonriendo e intentando decirla algo que ella no llegaba a
comprender: “Parador Peñavera…” balbució. Y allí habían pasado la noche, con
caricias y besos, cosas que nunca se atrevería a confesar. Un gran día el
anterior, cerró los ojos para disfrutar el momento y respirar.
Los volvió a abrir, estiró la mano para rozar la
piel de su salvador y allí estaba su sol… su soledad.
Maziuss
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