El suceso se difundió rápidamente por la ciudad. Había
fallecido Doña Luisa de Quesada, piadosa benefactora, a la edad de noventa
años. La dama había dedicado todas las noches, de sus últimos siete años, a la
oración nocturna. Con fervor pasaba las oscuras horas postrada boca abajo
frente al altar del Cristo Crucificado. Ni la Archidiócesis ni las autoridades
locales, jamás habían osado interrumpir su particular penitencia qué, según la
devota mujer, le confería la gracia de arrepentimiento y perdón.
Repartía su
día, Doña Luisa, en su austero palacete atendida por dos añosas sirvientas,
complacida en la literatura mística y
practicar la limosna, acompañada siempre del frasco de la medicina que le
procuraban sus solícitas criadas.
Al amanecer
la encontró el párroco, fría e inerte, y corrió para avisar a la Archidiócesis
del fatal desenlace. Antes de que su cuerpo presente arribara a la clínica, se
propagó la noticia.
Rápidamente
se iniciaron los trámites para solicitar la beatificación de la finada. La
Archidiócesis estimó oportuno ocultar el resultado de la autopsia de la
fallecida. El informe resaltaba una elevada tasa de alcohol en sangre. En su
ropaje hallaron un frasco medicinal que contenía un magnífico brandy de Jerez.
Habitante
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