El poeta bajaba por
la calle de la estación con la mirada encendida, la barba loca y una bufanda
larga, larga, que le barría el suelo. Todos decíamos al salir del tren mira es
el poeta, el famoso literato que sale en la tele. Y aunque había viajeros
renuentes todos le aplaudimos y hasta le seguimos un trecho admirando su
porte y el aura de fama que despedía. Yo pensé que era un poco absurdo seguir a
un poeta que no hablaba y que ni tan siquiera se dignaba mirarnos. ¿De qué sirve
un poeta mudo? ¿Es útil el silencio para un escritor? Pero no dije nada porque
Laura siempre critica esa manía mía de cuestionarlo todo. ¿Qué más da?, hubiera
dicho, si lo importante es que es él, el famoso, y lo podremos contar mañana en
el trabajo y en el bar a los amigos. Yo seguía cavilando, valla abajo de la
estación, sobre la ventaja que podían tener para la ingesta de cerveza o para
la promoción de la amistad haber contemplado durante un par de minutos a un
tipo caminar silencioso y displicente.
Por la calle de la
estación el caso es que el sol da de cara y hay que guiñar los ojos para no
deslumbrarse y acabar con el pie metido en un alcorque o aterrizado sobre una
caca de perro. Y el cierzo atraviesa las vías y los vagones como una locomotora
de aire. Sopla a rachas y sacude los abrigos de un solivión. Es complicado
seguir a la fama en esas condiciones, máxime cuando es antipática y solo
muestra a la afición un revoloteo de perneras y melenas.
Al fin, alguien
detrás de nosotros dijo bah, que chorrada, esto es un aburrimiento, ¡si no hace
nada!, yo me voy... y el grupo fue poco a poco disolviéndose, volviendo sobre
sus pasos cuesta arriba. Yo miré entonces a Laura y vi en ella ese gesto de
determinación que tan bien conozco. Había que seguir al poeta porque, quien
sabe, en cualquier momento podía decir algo.
Fue justo enfrente
de la fábrica de chocolate. El aroma a cacao y a vainilla era un lujo y me vino
enseguida a la cabeza el olor que emana de Laura y de su cuello. Iba distraído
pensando en esas y otras cosas dulces cuando el poeta se giró y, mirándonos,
nos dijo con su voz teatral qué hambre tengo, de chocolate negro, como tus
ojos.
Quiso Laura
preguntarle, saber más. Pero el hombre, pese a su edad, era piernilargo y de tranco
ávido y enseguida desapareció doblando una esquina. En su
espalda, antes de alejarse, pudimos leer el cartel que llevaba pegado o cosido
en la chaqueta y que decía “Paseo cotidiano del poeta. Patrocinador oficial:
Consejería de turismo y de las artes”.
Jesús Román Martínez Álvarez
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