miércoles, 4 de septiembre de 2013

El paseo del poeta

El poeta bajaba por la calle de la estación con la mirada encendida, la barba loca y una bufanda larga, larga, que le barría el suelo. Todos decíamos al salir del tren mira es el poeta, el famoso literato que sale en la tele. Y aunque había viajeros renuentes todos le aplaudimos y hasta le seguimos un trecho admirando su porte y el aura de fama que despedía. Yo pensé que era un poco absurdo seguir a un poeta que no hablaba y que ni tan siquiera se dignaba mirarnos. ¿De qué sirve un poeta mudo? ¿Es útil el silencio para un escritor? Pero no dije nada porque Laura siempre critica esa manía mía de cuestionarlo todo. ¿Qué más da?, hubiera dicho, si lo importante es que es él, el famoso, y lo podremos contar mañana en el trabajo y en el bar a los amigos. Yo seguía cavilando, valla abajo de la estación, sobre la ventaja que podían tener para la ingesta de cerveza o para la promoción de la amistad haber contemplado durante un par de minutos a un tipo caminar silencioso y displicente. 
Por la calle de la estación el caso es que el sol da de cara y hay que guiñar los ojos para no deslumbrarse y acabar con el pie metido en un alcorque o aterrizado sobre una caca de perro. Y el cierzo atraviesa las vías y los vagones como una locomotora de aire. Sopla a rachas y sacude los abrigos de un solivión. Es complicado seguir a la fama en esas condiciones, máxime cuando es antipática y solo muestra a la afición un revoloteo de perneras y melenas.
Al fin, alguien detrás de nosotros dijo bah, que chorrada, esto es un aburrimiento, ¡si no hace nada!, yo me voy... y el grupo fue poco a poco disolviéndose, volviendo sobre sus pasos cuesta arriba. Yo miré entonces a Laura y vi en ella ese gesto de determinación que tan bien conozco. Había que seguir al poeta porque, quien sabe, en cualquier momento podía decir algo.
Fue justo enfrente de la fábrica de chocolate. El aroma a cacao y a vainilla era un lujo y me vino enseguida a la cabeza el olor que emana de Laura y de su cuello. Iba distraído pensando en esas y otras cosas dulces cuando el poeta se giró y, mirándonos, nos dijo con su voz teatral qué hambre tengo, de chocolate negro, como tus ojos.
Quiso Laura preguntarle, saber más. Pero el hombre, pese a su edad, era piernilargo y de tranco ávido y enseguida desapareció doblando una esquina. En su espalda, antes de alejarse, pudimos leer el cartel que llevaba pegado o cosido en la chaqueta y que decía “Paseo cotidiano del poeta. Patrocinador oficial: Consejería de turismo y de las artes”.


Jesús Román Martínez Álvarez

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