sábado, 7 de septiembre de 2013

La casa

Tu casa era la de un estrafalario o la de un loco, martirio de penumbras polvorientas, transistores regurgitando palabras imposibles; un quédate ahí muchacha no trastoques los libros, un seguro que todavía vas pasando los dedos por los renglones cuando lees; pero padre siguió arrancando las malas hierbas del huerto a pesar de mis lágrimas, susurró, hija, sólo será un verano y a la mañana siguiente me obligó a tomar las sopas de pan ardiendo y me hizo caminar por delante y no se marchó hasta que toqué tu timbre.
Las primeras mañanas fueron fregar los pasillos memorizando desde cada uno de los adverbios hasta las formas más difíciles del subjuntivo. Un par de veces silenciaste la radio de tu despacho, así que entonces todo fue vociferarte las insulsas oraciones en latín de la misa; el día de mi cumpleaños me hiciste el regalo más cruel, junto al sobre de la mensualidad, un poema que destilaba precipicios, senderos misteriosos y caminos entrelazados, con tu letra sencilla y honesta, envuelto en un papel que no era sino un mapa desconocido del mundo.
No hice más que darte la espalda, frotar fogones, sacudir alfombras mil veces, descabalar armarios deshilachando tus corbatas más elegantes; yo ya había aprendido en las verbenas a gritar la vie en rose y good morning, más alto si te cruzabas deprisa para ir hacia la biblioteca a encontrar más palabra culta, sin embargo junto a la siguiente mensualidad sólo hubo listas de quehaceres: Limpiar la araña del salón que la luz agrisada tuerce los párrafos muchacha, ir guardando en las cajas enciclopedias y manuales, sacar las maletas del arcón, inundar los cajones con naftalina.
Durante noches el universo fue disfrutar imaginado tu rostro triste y deshecho al ver que me había arrojado al río más profundo, hacerse la enferma. Al tercer día padre me tapó la nariz y tuve que apurar el coñac y no se movió hasta que entré a tu patio asolado.
Desencajaría ventanas, golpearía cada estante desierto, me traje mi propio transistor. Sería inundar todo con seriales rosas y trifulcas bananeras sin solución; a mis pies, solo vi baldosas abandonadas, vacíos ásperos, una lista. La última mensualidad, echar el candado al portón, regalar las plantas a cualquiera, un billete de tren a mi nombre.
Te convertiste en multitud ¿o sigues en la ribera del río? A veces la desquebrajada sombra de tu tapia me cobija y puedo proseguir. Nunca alcanzo el andén, sólo tengo amaneceres exhaustos, radios trasnochadas que no consigo apagar. Padre me besa la frente, murmura el mundo es un pañuelo hija, tal vez algún día. Siempre están encendidas, siempre cuentan historias en círculo, infinitas, las líneas ya borradas de mi mano, buscándote.


Isabel Simón González

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