Tu casa era la de un
estrafalario o la de un loco, martirio de penumbras polvorientas, transistores
regurgitando palabras imposibles; un quédate ahí muchacha no trastoques los
libros, un seguro que todavía vas pasando los dedos por los renglones cuando
lees; pero padre siguió arrancando las malas hierbas del huerto a pesar de mis
lágrimas, susurró, hija, sólo será un verano y a la mañana siguiente me obligó
a tomar las sopas de pan ardiendo y me hizo caminar por delante y no se marchó
hasta que toqué tu timbre.
Las primeras mañanas fueron
fregar los pasillos memorizando desde cada uno de los adverbios hasta las
formas más difíciles del subjuntivo. Un par de veces silenciaste la radio de tu
despacho, así que entonces todo fue vociferarte las insulsas oraciones en latín
de la misa; el día de mi cumpleaños me hiciste el regalo más cruel, junto al
sobre de la mensualidad, un poema que destilaba precipicios, senderos
misteriosos y caminos entrelazados, con tu letra sencilla y honesta, envuelto
en un papel que no era sino un mapa desconocido del mundo.
No hice más que darte
la espalda, frotar fogones, sacudir alfombras mil veces, descabalar armarios
deshilachando tus corbatas más elegantes; yo ya había aprendido en las verbenas
a gritar la vie en rose y good morning, más alto si te cruzabas deprisa para ir
hacia la biblioteca a encontrar más palabra culta, sin embargo junto a la
siguiente mensualidad sólo hubo listas de quehaceres: Limpiar la araña del
salón que la luz agrisada tuerce los párrafos muchacha, ir guardando en las
cajas enciclopedias y manuales, sacar las maletas del arcón, inundar los
cajones con naftalina.
Durante noches el
universo fue disfrutar imaginado tu rostro triste y deshecho al ver que me
había arrojado al río más profundo, hacerse la enferma. Al tercer día padre me
tapó la nariz y tuve que apurar el coñac y no se movió hasta que entré a tu patio
asolado.
Desencajaría ventanas, golpearía
cada estante desierto, me traje mi propio transistor. Sería inundar todo con
seriales rosas y trifulcas bananeras sin solución; a mis pies, solo vi baldosas
abandonadas, vacíos ásperos, una lista. La última mensualidad, echar el candado
al portón, regalar las plantas a cualquiera, un billete de tren a mi nombre.
Te convertiste en
multitud ¿o sigues en la ribera del río? A veces la desquebrajada sombra de tu
tapia me cobija y puedo proseguir. Nunca alcanzo el andén, sólo tengo
amaneceres exhaustos, radios trasnochadas que no consigo apagar. Padre me besa
la frente, murmura el mundo es un pañuelo hija, tal vez algún día. Siempre
están encendidas, siempre cuentan historias en círculo, infinitas, las líneas
ya borradas de mi mano, buscándote.
Isabel Simón González
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