Corría el mes de marzo y aquel espléndido sol que
iluminaba la cocina a través del gran ventanal hacía presagiar la pronta
llegada de la primavera. Esta luminosidad conseguía que la imaginación de
Paula, que aún no cumplía la decena, se recrease rotulador en mano coloreando
historias de dragones y princesas. La tranquilidad de aquella tarde se vio
perturbada por uno de esos momentos de curiosidad pueril.
-
Mamá- dijo Paula mientras con la espalda y las manos retorcidas sobre el papel
se esmeraba en perfilar las alas de uno de aquellos dragones legendarios.
Tanto Ana como Carlota giraron la cabeza para ver
como la niña, todavía ensimismada en su creación parecía alargar el tiempo
antes satisfacer su curiosidad. Entre tanto, Ana se esforzaba en picar de la
forma más homogénea posible los grelos y los puerros recién cortados que
añadiría cuidadosamente al caldero que borboteaba con gracia haciendo su
trabajo con el hueso del jamón mientras que Carlota no quitaba ojo al color
tostado que iba adquiriendo el rodaballo en aquel maravilloso horno de leña.
Las miradas de las dos adultas se cruzaron y pareció como si el tiempo se
congelase, ya sabían lo que vendría a continuación, lo habían sufrido el año
pasado cuando por estas mismas fechas Paula volvió de la escuela con un regalo
cuyo remite no estaba claro. Consiguieron salvar aquel escollo con una gran
bolsa de golosinas y una sesión de aire fresco por los verdes aledaños del
pueblo. Pero este año…este año no podría ser igual.
Quizá fuese culpa suya, de Ana y de Carlota. Puede que
la intensa conversación con Sor Virtudes del año pasado no hubiese tenido la
repercusión deseada, o también puede que la vieja directora del único colegio
de aquella pedanía del macizo galaico hiciese todo con mala fe. Por otro lado,
la relación de Paula con todos los niños de su edad era tan buena que quizá
hubiesen olvidado preparar una estrategia para este 19 de marzo, el día del
Padre.
No les hicieron falta palabras, Ana y Carlota se
miraron y supieron qué hacer, aunque probablemente no fuese lo correcto o no
les saliese bien. Las dos soltaron los aperos, tanto daba que el guiso
estuviese en su punto, y se dirigieron cada una a un lado de Paula, como
arropándola para protegerla…del mundo.
La pequeña Paula miró a sus dos madres extrañada una
y otra vez y continuó con su dibujo en el que aquel legendario dragón protegía
a tres bellas princesas cuyos nombres eran Ana, Carlota y Paula. La niña con la
naturalidad que da la inocencia y el desparpajo de la edad preguntó:
- ¿A quién le pinto la corona de rey?
Las tres se fundieron en un sincero abrazo cuyo fin
era esconder las lágrimas de esas dos mujeres que tanto habían sufrido y que
veían como por fin tanto sufrimiento ofrecía sus frutos en forma de
generaciones más abiertas y respetuosas.
H.
Acosta
No hay comentarios:
Publicar un comentario