Elisa se despertaba de mal humor los días pares y
los impares incluso peor. Desde que había faltada su Antonio - en paz descanse
- su vida giraba en torno al plumero y a una siesta de no más de 20 minutos con
telebasura de fondo, su nana particular. Y vuelta a empezar.
Sin darse ella cuenta, al haberlo tomado por
costumbre, regañaba a sus hijos por todo: si tendían la ropa, les echaba en
cara que las pinzas dejaban una marca horrorosa que luego no salía ni con la
plancha; si fregaban el suelo de la cocina, se enfadaba porque no habían
escurrido el mocho hasta dejarlo más seco que la mojama; si un sábado
madrugaban, renegaba porque para un día que no había apenas faena ya estaban en
pie inútilmente. Y si no había motivo por el cual renegar ahí estaba la mente
de Elisa, siempre alerta, maquinando razones. Porque sus hijos nunca eran lo
suficientemente buenos, nunca lo hacían lo suficientemente bien. Desde que
había faltado su Antonio - Dios lo tenga en su gloria - aquello era una jaula
de grillos.
Aquella noche, como venía siendo habitual desde que
el cabeza de familia faltara, Elisa preparó para cenar un salteado de gritos y
unos deliciosos reproches de postre, con portazos espolvoreados por encima. La
paciencia de sus hijos estaba pasada de rosca y el menú de esa noche fue la
gota que colmó el vaso. Un vaso mal fregado con restos de espuma, por supuesto.
Cuando a la mañana siguiente Elisa volvió del
ambulatorio con las recetas en la mano y abrió la puerta de casa, un tufo a
ambientador, salfumán, limpiacristales, amoníaco y lejía le arañó la garganta,
el brillo que desprendían las copas de la vitrina la cegó por completo y ese
gesto de satisfacción en la cara de sus hijos del que ha hecho las cosas lo
suficientemente bien y además lo sabe, la dejó noqueada.
Había perdido su elemento C.
María Puerta Cervera
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