Tony “tres dedos” sentía cómo la cuchilla
rasuraba su cabeza para aposentar al electrodo que habría de hacer cumplir su
sentencia.
En cierto momento, llegó a pensar que sus
largos años de colaboración con el departamento de homicidios conllevarían
algún tipo de dispensa, de trato de favor cuando menos, pero estaba muy
equivocado. Todos parecían haber olvidado el valor de las informaciones que
durante décadas les había venido pasando a los estúpidos inspectores, incapaces
de ver más allá de sus narices, y que sin las pistas que él les aportaba, jamás
habrían conseguido esclarecer ni el más simple de los casos, como el de la
viuda Wilson.
Soplón le llamaban, pero él siempre se
había referido a su ocupación con una terminología más sutil, definiéndose a sí
mismo como un orientador versado en el área de la sociología criminal. Aún
recordaba las palmadas en la espalda, las invitaciones a copas en el garito de
Joe O´Flanigan, y los cientos de dosis pasadas bajo cuerda que habían terminado
en sus bolsillos de un modo que no habría dejado en buen lugar a los agentes de
la ley en caso de conocerse sus métodos.
Tony le guiño un ojo al capellán, como si
fuese su particular modo de hacerle saber que volverían a verse en el infierno.
Para alguien que lo sabía todo, las miradas furtivas que el hombre de fe
intercambiaba con la enfermera Kelly al pasar por el dispensario no caían en
saco roto.
Sin duda, fue la llegada del joven Kenny
Parker la que marcó el inicio de su decadencia. Su gran error fue no haberlo
catalogado como amenaza hasta que fue demasiado tarde. Si hubiese actuado la
primera vez que se le adelantó al dar el dato clave para la resolución de un
caso, quizás no tendría que soportar ahora la mirada del alcaide desde el otro
lado del cristal, mientras unas correas de cuero le impedían cualquier
movimiento.
La muerte de Kenny era precisa para
mantener su estatus, y llegado el momento, sabía que no habría podido confiar
en nadie para ponerla en práctica; se habrían ido de la lengua.
Lamentablemente, una mal entendida profesionalidad
le obligó a irle con el cuento al capitán Walker. No podía dejar que otro
recién llegado se le adelantase en dar el chivatazo.
Juan José Tapia Urbano
No hay comentarios:
Publicar un comentario