-¿Has vuelto a beber?
Una mirada perdida por respuesta.
-¿Qué más da...?
-¿No sabes qué día es hoy?
-inquiere, porfiada, ella-. Mis padres están a punto de llegar. ¿Quieres que te
vean así?
-¿A quién le importa? Todo
esto es una farsa: esta cena, esta ropa, esa sonrisa que llevas pintada en la
cara. Es mentira. ¿Cómo puedes sonreír así?, ¿cómo puedes sonreír sin él...?
-Lo hago por él, sólo por
él.
Dos ojos desafiantes que bravean ante
otros.
-¿Por él? ¡No está!, ¿no lo
entiendes? Ve a su cuarto: está vacío. ¿Qué queda de él? Fotos, juguetes con
polvo....silencio. Y tú, disfrazada de fiesta, como si nada hubiera pasado.
-No sabes nada.
-Sé demasiado.
-¡No! ¿Crees que no me
tortura levantarme cada día y no escuchar su risa tras la puerta? ¿Sabes lo que
se siente cuando algo que ha latido en tus venas tanto tiempo se va? Me
aniquila. Pero donde quiera que esté, se merece a una madre feliz y a un padre
que no se emborrache para sentirse más triste.
Un suspiro destemplado.
-¿Y qué consigues con eso?
-se mofa él.
-Consigo honrar su
recuerdo, Miguel. Sirve para que no se me olvide que estuvo aquí una vez, en
esta casa, abriendo regalos bajo ese árbol, con los ojos como platos y
temblando de pura alegría. Lo único que puedo regalarle ahora es mi cordura y mi
esperanza. Y te necesito a mi lado para conseguirlo.
Las mejillas se agrietan bajo el reguero
de sal, y un quiebro en la garganta.
-Aunque te duela
inmensamente, Miguel. Hazlo por mí. Hazlo por él.
Y con el alma hecha jirones y la inocencia
descarnada, dos padres fingen creer pues una vez creyeron sin fingir.
Juan Andrés Moya Montañez
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