La
madre terminó de embadurnar a la niña con la crema, le colocó sus manguitos y
le acopló un no demasiado bonito gorro de color rosa en la cabeza.
―¿Entonces
ya me puedo ir a bañar? ―preguntó ilusionada la chiquilla.
―Ya
está usted lista, señorita. Pero no vayas a meterte en lo profundo, sólo en la
orilla, y si empiezan las olas, vienes corriendo, ¿entendido? Y dentro de un
ratito vienes otra vez, para que te ponga crema de nuevo, que eres muy blanca y
no quiero que te quemes. Y luego cuando vengas, aprovechas para beberte un zumo
o un batido, que luego te quejas del hambre y te pones muy chinchosa.
―Sí,
mami.
Empezaba
entonces el turno de la madre. Crema por aquí, crema por allá, el típico “cariño,
ponme en la espalda que yo no llego”, las protestas del marido ante el
inminente contacto con al mejunje, las gafas de sol, la botella de agua
congelada a mano, la visera que venía de regalo con aquella revista y, por fin,
la anhelada tumbona.
―La
playa… esto sí que es vida ―el suspiro transmitía paz y tranquilidad por
doquier.
La
calma duró diez minutos, ni uno más. La niña vino corriendo, llorando desconsoladamente,
el pánico asomando entre las lágrimas.
―¡Un
monstruo quiere comerme! ¡Un monstruo horrible me quiere comer!
―¿Qué
dices, hija? ―preguntó la madre preocupada.
El
padre dejó el periódico en la bolsa y también se interesó, más curioso que
preocupado.
―¿Cómo
que un monstruo? Los monstruos no existen. Quizás sea una medusa, o un trozo de
basura que haya venido flotando.
―No,
no, era un monstruo ―insistió la niña entre pucheros―. Era muy oscuro, casi negro,
muy feísimo, y tenía toda la piel muy arrugada, como si fuera de cartón, y
muchas manchas, y tenía unas tetas que le colgaban hasta la cintura, y me ha
dicho “qué niña más rica”. ¡Eso es que el monstruo me quiere comer! ¡Ay, dios
mío! Miradlo, viene hacia aquí. Ya viene a por mí ―la niña lloraba a moco
tendido, escondida tras las piernas de su padre.
―Pero
hija de mi vida ―el padre observaba atónito―, ¡si no es más que una vieja
haciendo top-less!
La
madre, al ver la piel seca, deshidratada y requemada por el sol de la anciana
que tan amigablemente se acercaba saludando con la mano, se aferró al bote de
crema.
―Venga,
todos, otra capa de factor 50. ¡Y que a nadie se le ocurra protestar!
Rubén Ibáñez
González
No hay comentarios:
Publicar un comentario